sábado, 17 de febrero de 2018

Diplomacia universal: el vehículo deportivo


Hace pocos días vimos a las dos Coreas (Norte y Sur), desfilando juntas bajo una bandera unificada en la inauguración de los Juegos Olímpicos de invierno en PyeongChang 2018. Un hecho absolutamente impensable hace unos meses, teniendo en cuenta la tensión política pre-bélica que mantienen los dos países desde hace años.

Es cierto que se ha podido hacer de manera precipitada, sin preparar, planificar o entrenar convenientemente a nivel deportivo la integración de ambas selecciones en algunas disciplinas. Es cierto que faltan por darse muchos pasos necesarios a nivel social y político para que se fragüe una realidad pacífica y de unidad efectiva. Es verdad que hay muchas voces en contra que no apoyan esta unión simbólica, porque se necesita aun mucho tiempo y madurez, perspectiva y distancia, cicatrizar heridas del pasado y cambiar muchas acciones y comportamientos del régimen norcoreano para que la comunidad internacional crea de verdad en este gran paso. Pero el embrión de una esperanzadora y nueva realidad en Corea se ha sembrado gracias de nuevo al mejor diplomático y embajador que el ser humano haya tenido jamás: el deporte.

De nuevo en el escenario de unos Juegos Olímpicos, un símbolo de respeto y tolerancia que hasta los más villanos parecen considerar como la mejor y más blanca de las banderas, el símbolo de confianza más poderoso que existe en el ya de por sí frágil entorno socio-político de ciertas zonas del mundo. De nuevo los valores del deporte y el respeto hacia lo que con ellos nos une, consiguen construir puentes para acercar enemigos aparentemente irreconciliables.
Al igual que Barcelona 92 supuso la culminación y consolidación a ojos del mundo de la reunificación alemana, la histórica participación de Sudáfrica tras el “apartheid” o la inclusión de los deportistas yugoslavos bajo bandera olímpica, el deporte nos brinda de nuevo una demostración de cordialidad y voluntad de entendimiento. Nos recuerda que las bondades que surgen del amor al deporte son intrínsecas y esenciales al ser humano, y son mucho más poderosas que las falacias artificiales y armaduras sociales que se esconden bajo el miedo, el odio, la venganza, la ira y la crueldad.

La guerra, la muerte y la destrucción que ha provocado el ser humano siempre han sido combatidas y desafiadas por el deporte, como un ente neutral que no es de nadie y es de todos, el emblema común de unidad y tregua, un activo imprescindible en la concordia y el progreso de los pueblos. Así desafió Jesse Owens a Hitler en los Juegos de Berlín en 1936, al igual que se jugaron partidos de fútbol en los campos de concentración durante las dos guerras mundiales. De la misma manera que en las favelas de Brasil se aparcan hoy a ratos pistolas, para dejarlas en el suelo a modo de postes de portería y jugar al fútbol.

El deporte inspira paz y sentimiento de unidad, retando a un pulso natural a este mundo artificial y complejo. Abre un paréntesis en las diferencias y permite compartir sentimientos similares, conectados por una fuerza magnética que nadie sabe explicar pero que todo el mundo puede identificar.



Lo vivido en Corea estos días es un comienzo, un acuerdo frágil pero visible de que se puede dar el primer paso, y qué mejor manera que compartiendo salud, belleza, solidaridad, espectáculo, emoción y esperanza, todo ello bajo la bandera blanca del deporte. Aunque queda mucho por recorrer, andar este camino bajo el paraguas deportivo hará más amigable y llevadero el futuro de estos dos países y del mundo entero.

La historia es y seguirá siendo testigo de muchos ejemplos de este tipo, y de que el espíritu deportivo, honrado más profundamente en su esencia a través de los Juegos Olímpicos, como abanderado del deporte mundial, es capaz de provocar cambios espectaculares en los comportamientos y decisiones del ser humano. De ahí que le debamos tanto al deporte y que lo necesitemos para seguir actuando como el embajador más efectivo y convincente, el mejor pacifista, y el diplomático más respetado, sin patria ni frontera, porque sus motivos son universales y limpios, y no apelan a los pensamientos egoístas de la razón, sino a las emociones compartidas del corazón.