miércoles, 5 de septiembre de 2018

El Tour lleva la fama, pero la Vuelta carda la lana

Cómo mola la Vuelta ciclista a España. Es una carrera intrépida y divertida donde siempre están pasando cosas interesantes en las distintas pugnas abiertas, por las etapas, por la general, por los diferentes maillots y premios en juego. Es mucho más dinámica que el Tour de Francia. Es una carrera que se ha sabido adaptar a los tiempos modernos mucho mejor que su homóloga francesa. Ha sabido evolucionar al mismo ritmo que el ciclismo, cambiando a mejor, encontrando su sitio, dándole al público lo que demanda. Ante la abúlica propuesta del Tour, cada vez más gris y encajonado entre las directrices planas de un ciclismo lineal, la frescura de la Vuelta nos recuerda el chispazo de los pedales, el deleite de los demarrajes en carrera, y nos brinda un dinamismo extraordinario cada año.



El Tour, “La Grande Boucle” francesa, la gran carrera ciclista por excelencia en el panorama mundial, tiene el cartel, la historia y la fama de ser la mejor, de ser la aspiración máxima de cualquier ciclista. Pero se ha convertido en un foco tan agobiante y previsor que anula cualquier opción de sorpresa, de que el guión no sea el establecido. Sólo pueden pasar ciertas cosas, en determinados momentos. Todo se mide, se prepara, se dirige demasiado. Apenas hay ataques, emboscadas o estrategias improvisadas, apenas hay espacio para el ciclismo puro. El Tour tiene el espectáculo demasiado medido, exageradamente dosificado en pequeñas muestras. Las etapas son mucho más previsibles y rancias, mucho más gobernadas por grandes escuadrones (últimamente el patrón Sky), que no permiten margen a movimientos espontáneos, a sorpresas demasiado tempranas o muy tardías.

Parte de esa monotonía se debe también al recorrido, a la organización. El Tour se ha convertido en un ente tan mediático como insulso, tan influyente como aburrido. Nada en la abundancia de posibilidades, perfiles, puertos, localizaciones, pero no explota el tempo de su producto, no exprime ni reinventa sus recorridos, ni plantea nuevas formas de explorar el ciclismo. No da opción a que ocurran cosas diferentes en momentos distintos a los esperados, no hay etapas trampa antes de lo previsto, no hay posibilidad de ver más que un estilo de ciclismo único de bloque, dominado por la tensión y el miedo a salirse del guión, a respetar con excesivo celo a las grandes figuras y equipos que lo dominan. El Tour es todo lo contrario al libre albedrío.

 

La Vuelta en cambio, ofrece un jugueteo mucho más atractivo en la carretera. Su organización sabe salirse del guión, es capaz de orquestar extraordinarios perfiles y finales de etapa, estratégicamente situados a lo largo de las tres semanas de carrera. No es tan previsible como el Tour, da lugar a que los ciclistas prueben sus opciones cada día, se vean capaces de sorprender y de romper el ritmo de un pelotón que es deliciosamente ingobernable desde el primer día hasta el último. Siempre hay jornadas innovadoras, distintas cada año. Fuera los estereotipos de que no puede haber montaña la primera semana de carrera, o el penúltimo día. O contrarrelojes siempre en los mismos formatos. Nada de repetir todos los años los mismos tópicos, los mismos parajes clásicos. La Vuelta es capaz de innovar, de proponer una carrera mucho más abierta y competida, lo que favorece el espectáculo, pues sorprende a los propios ciclistas, que se crecen y se vuelven más ambiciosos en ruta.



Detrás de esta gran carrera hay mucho trabajo, mucha dedicación e imaginación. Hay verdadera vocación por hacer de esta carrera la más espectacular del mundo, la más original. Hay una búsqueda constante para que la Vuelta sea inclusiva, plural, representativa y compartida. Busca todos los rincones de nuestra geografía que le puedan hacer bien al ciclismo, y con ello el gran entusiasmo de su gente, que aporta una dosis extra de emoción. Plantea cosas distintas, busca soluciones atractivas. No hay más que ver los cambios de líder que ha habido hasta ahora, en el ecuador de la edición de 2018, o los ganadores que ha tenido cada etapa, tan variopintos, tan entregados a esta carrea. Otra muestra es que a estas alturas de la actual edición, entre los diez primeros de la clasificación general hay menos de un minuto de diferencia. El ciclista responde a las exigencias de una carrera en la que disfruta, y el aficionado lo agradece doblemente. Es apasionante.

La Vuelta tiene algo diferente. Una pasión de otro color, un sabor a bicicleta  entendido desde la emoción y la batalla sin descanso. No es amiga de las etapas de transición, sino de la competición al descubierto y sin gobierno. Ofrece a los ciclistas un cara a cara sin máscaras, un duelo de piernas siempre abierto a cualquiera que lo quiera probar, en cualquier momento. La de 2018 está siendo, otro año más, una carrera extraordinaria y aún  nos queda la segunda mitad de la ronda, con un elenco de etapas espectaculares por delante. Magia en la carretera.

Por eso, para mi la Vuelta es mucho más bonita, vibrante y emocionante que el Tour. Es la mejor carrera del mundo, si hablamos de ciclismo espectáculo, si buscamos lucha y emoción imprevisible. Si hablamos de marketing, impacto económico, de tópicos y de historia, el Tour seguirá siendo la carrera con más solera. Pero está mucho más vacía de ciclismo de verdad, pues hace años que perdió su esencia para aburguesarse en los lares del negocio deportivo teledirigido. De hecho, ayuda más a echarse la siesta que a vivir la pasión del ciclismo. El Tour sigue llevando la fama, pero la que carda la lana es la Vuelta.

Viva la Vuelta ciclista a España, orgullo de un país que sabe hacer ciclismo como ningún otro, y atraer a su tierra extraordinarios corredores del pelotón mundial, que vienen buscando espectáculo, batalla sin cuartel y recorridos genuinos. Ciclistas que vienen además con las ganas simbióticas de construir una competición diferente y a reencontrarse con la pureza de este deporte por las carreteras y poblaciones españolas. La Vuelta es un escaparate que permite al ciclista mostrar el brillo de siempre, la naturalidad de antaño,  pero en el siglo XXI. Es la mejor gran vuelta del momento, la que más cuida de la esencia del ciclismo en el presente y su transición hacia el futuro. La que persigue superarse cada año y sorprender a los aficionados. La que genera expectación sobre la carretera cada día, colorido y una propuesta única en cada edición. La vida son sólo dos días, y la Vuelta son tres semanas del mejor ciclismo del mundo cada año.