
El Tour, “La Grande Boucle” francesa, la gran carrera ciclista por excelencia en el panorama mundial, tiene el cartel, la historia y la fama de ser la mejor, de ser la aspiración máxima de cualquier ciclista. Pero se ha convertido en un foco tan agobiante y previsor que anula cualquier opción de sorpresa, de que el guión no sea el establecido. Sólo pueden pasar ciertas cosas, en determinados momentos. Todo se mide, se prepara, se dirige demasiado. Apenas hay ataques, emboscadas o estrategias improvisadas, apenas hay espacio para el ciclismo puro. El Tour tiene el espectáculo demasiado medido, exageradamente dosificado en pequeñas muestras. Las etapas son mucho más previsibles y rancias, mucho más gobernadas por grandes escuadrones (últimamente el patrón Sky), que no permiten margen a movimientos espontáneos, a sorpresas demasiado tempranas o muy tardías.
Parte de esa monotonía se debe también al recorrido, a la organización. El Tour se ha convertido en un ente tan mediático como insulso, tan influyente como aburrido. Nada en la abundancia de posibilidades, perfiles, puertos, localizaciones, pero no explota el tempo de su producto, no exprime ni reinventa sus recorridos, ni plantea nuevas formas de explorar el ciclismo. No da opción a que ocurran cosas diferentes en momentos distintos a los esperados, no hay etapas trampa antes de lo previsto, no hay posibilidad de ver más que un estilo de ciclismo único de bloque, dominado por la tensión y el miedo a salirse del guión, a respetar con excesivo celo a las grandes figuras y equipos que lo dominan. El Tour es todo lo contrario al libre albedrío.

La Vuelta en cambio, ofrece un jugueteo mucho más atractivo en la carretera. Su organización sabe salirse del guión, es capaz de orquestar extraordinarios perfiles y finales de etapa, estratégicamente situados a lo largo de las tres semanas de carrera. No es tan previsible como el Tour, da lugar a que los ciclistas prueben sus opciones cada día, se vean capaces de sorprender y de romper el ritmo de un pelotón que es deliciosamente ingobernable desde el primer día hasta el último. Siempre hay jornadas innovadoras, distintas cada año. Fuera los estereotipos de que no puede haber montaña la primera semana de carrera, o el penúltimo día. O contrarrelojes siempre en los mismos formatos. Nada de repetir todos los años los mismos tópicos, los mismos parajes clásicos. La Vuelta es capaz de innovar, de proponer una carrera mucho más abierta y competida, lo que favorece el espectáculo, pues sorprende a los propios ciclistas, que se crecen y se vuelven más ambiciosos en ruta.

Detrás de esta gran carrera hay mucho trabajo, mucha dedicación e imaginación. Hay verdadera vocación por hacer de esta carrera la más espectacular del mundo, la más original. Hay una búsqueda constante para que la Vuelta sea inclusiva, plural, representativa y compartida. Busca todos los rincones de nuestra geografía que le puedan hacer bien al ciclismo, y con ello el gran entusiasmo de su gente, que aporta una dosis extra de emoción. Plantea cosas distintas, busca soluciones atractivas. No hay más que ver los cambios de líder que ha habido hasta ahora, en el ecuador de la edición de 2018, o los ganadores que ha tenido cada etapa, tan variopintos, tan entregados a esta carrea. Otra muestra es que a estas alturas de la actual edición, entre los diez primeros de la clasificación general hay menos de un minuto de diferencia. El ciclista responde a las exigencias de una carrera en la que disfruta, y el aficionado lo agradece doblemente. Es apasionante.


Viva la Vuelta ciclista a España, orgullo de un país que sabe hacer ciclismo como ningún otro, y atraer a su tierra extraordinarios corredores del pelotón mundial, que vienen buscando espectáculo, batalla sin cuartel y recorridos genuinos. Ciclistas que vienen además con las ganas simbióticas de construir una competición diferente y a reencontrarse con la pureza de este deporte por las carreteras y poblaciones españolas. La Vuelta es un escaparate que permite al ciclista mostrar el brillo de siempre, la naturalidad de antaño, pero en el siglo XXI. Es la mejor gran vuelta del momento, la que más cuida de la esencia del ciclismo en el presente y su transición hacia el futuro. La que persigue superarse cada año y sorprender a los aficionados. La que genera expectación sobre la carretera cada día, colorido y una propuesta única en cada edición. La vida son sólo dos días, y la Vuelta son tres semanas del mejor ciclismo del mundo cada año.
