domingo, 13 de octubre de 2019

Decisiones cuestionables


Hace unos días concluyó en Doha el campeonato del mundo de atletismo. Y lo hizo dejando, en términos generales, sensaciones muy pobres y decepcionantes. De haber dado no uno, sino varios pasos hacia atrás en el desarrollo de la competición y en el progreso de este deporte. Respecto a la organización, a la logística, al impacto mediático. También respecto a la gestión social de la competición, los deportistas y al legado que un evento de este tipo debe de transmitir.

Los petrodólares llevan ya varios años inundando con fuerza los negocios en todos los sectores, y el deporte no es ajeno a ello. La tendencia es creciente, y cada vez existen más entidades participadas por magnates de ultramar, y competiciones deportivas internacionales que se están llevando a países emergentes que quieren asociarse con la fuerza del deporte para ganar pujanza y visibilidad en el mundo. Harina de otro costal sería analizar la integridad de los procesos de elección de estas nuevas sedes, y de cómo ciertos intereses y “lobbies” presionan para conseguir adjudicaciones insólitas.

Es no sólo lícito sino necesario que el deporte sea de todos, y que la universalidad de sus competiciones se traslade a todos los rincones del mundo para contagiar su inspiración y sus valores, en pos de construir un mundo más amable. Ahora bien, con sentido común, conocimiento, experiencia, estructura, coherencia y planificación, para que el deporte consiga hacer mejor al país o región donde se traslade, y no al revés. Deberían existir unas normas mínimas, unas reglas y condiciones sociales innegociables en todos los lugares que opten a organizar un evento deportivo premium, cosa que no ha ocurrido en Doha.

La IAAF tomó la cuestionable decisión de organizar el campeonato del mundo en Qatar, y en septiembre. Un país con la misma potencia económica que ausencia de sensibilidad por la igualdad, los derechos y libertades sociales. Una región con un interés extraordinariamente creciente por situarse como referencia en el “mapamundi” de las competiciones, inversamente proporcional a sus condiciones climáticas para la práctica deportiva, a su capacidad de organización y a su conocimiento del deporte a nivel profesional. Los resultados demuestran que esta designación fue una completa irresponsabilidad.


Lo que hemos podido ver en los medios ha sido bastante desolador para el deporte en general y para el atletismo en particular. Un fracaso de mundial: pobre asistencia a los estadios, gradas semivacías ocupadas por espectadores instados a asistir, carentes de tradición, conocimiento, pasión e intensidad por las competiciones que se desarrollaban en pista. Apatía, pasotismo y falta de implicación emocional con los deportistas. Atletas intimidadas e incómodas por la extrema desigualdad y el machismo desmedido incluso en plena competición. Inmadurez en la gestión de las instalaciones, acreditaciones y zonas comunes con los atletas y sus equipos. Programación y horarios deficientes, audiencias desinfladas, carreras en condiciones esperpénticas de calor y humedad, frío incomprensible en el acondicionado estadio principal. Son riesgos innecesarios los que se han corrido a nivel humano y sanitario, social y económico, a nivel reputacional y de impacto mediático. Empeñarse en ir contra natura no suele ser recomendable, y el atletismo ha pagado cara una decisión tan cuestionable como peligrosa por parte de sus máximos dirigentes.

Y es un aviso a navegantes porque esto no ha hecho más que comenzar (al fondo se vislumbra el mundial de fútbol en Qatar 2022). Corremos el riesgo de que si no se protegen y se aseguran las mejores condiciones y entornos para el desarrollo de la alta competición, ciertos eventos y/o entidades deportivas corren el riesgo de diluirse y perder su impacto, identidad, fuerza, su senda de crecimiento global y la sana afición que les acompaña y les nutre constantemente. Que se lo digan si no estos días a los seguidores futboleros del Málaga, Valencia o Almería, por ejemplo, o en su día al Getafe y al Racing de Santander, donde los magnates no acaban de entender el concepto de economía y deporte global en el contexto de idiosincrasias y culturas locales. Poniendo en riesgo el equilibrio financiero de competiciones y clubes en todo el mundo por los caprichos egoístas y el maltrato de sus juguetes deportivos, gestionados fríamente como si fuesen un oleoducto o gasoducto cualquiera.

El deporte, como cualquier otro negocio, con sus intangibles añadidos de salud y emoción, debe proteger sus activos principales a toda costa: valores, deportistas, instituciones, normativa y competiciones, y debe ser muy cauteloso a la hora de tomar ciertas decisiones e involucrar a ciertos actores en su entramado empresarial. La inclusión de financiadores corporativos es necesaria pero no a toda costa: debe ser razonable, analizada y supervisada, además de formada y madurada con el tiempo y la experiencia. El comportamiento de la financiación disruptiva emergente en el deporte, que precipita actuaciones y decisiones sobre eventos estratégicos, y acorta plazos buscando exprimir el elixir de una gran competición o entidad deportiva, es un tema muy delicado que pone en riesgo la salud y la sostenibilidad del modelo de toda la industria del deporte.

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