Hace unos días concluyó en Doha
el campeonato del mundo de atletismo. Y lo hizo dejando, en términos generales,
sensaciones muy pobres y decepcionantes. De haber dado no uno, sino varios
pasos hacia atrás en el desarrollo de la competición y en el progreso de este
deporte. Respecto a la organización, a la logística, al impacto mediático.
También respecto a la gestión social de la competición, los deportistas y al legado
que un evento de este tipo debe de transmitir.
Los petrodólares llevan ya varios
años inundando con fuerza los negocios en todos los sectores, y el deporte no
es ajeno a ello. La tendencia es creciente, y cada vez existen más entidades
participadas por magnates de ultramar, y competiciones deportivas
internacionales que se están llevando a países emergentes que quieren asociarse
con la fuerza del deporte para ganar pujanza y visibilidad en el mundo. Harina
de otro costal sería analizar la integridad de los procesos de elección de
estas nuevas sedes, y de cómo ciertos intereses y “lobbies” presionan para conseguir
adjudicaciones insólitas.
Es no sólo lícito sino necesario
que el deporte sea de todos, y que la universalidad de sus competiciones se
traslade a todos los rincones del mundo para contagiar su inspiración y sus valores,
en pos de construir un mundo más amable. Ahora bien, con sentido común, conocimiento,
experiencia, estructura, coherencia y planificación, para que el deporte consiga
hacer mejor al país o región donde se traslade, y no al revés. Deberían existir
unas normas mínimas, unas reglas y condiciones sociales innegociables en todos
los lugares que opten a organizar un evento deportivo premium, cosa que no ha
ocurrido en Doha.
La IAAF tomó la cuestionable
decisión de organizar el campeonato del mundo en Qatar, y en septiembre. Un
país con la misma potencia económica que ausencia de sensibilidad por la
igualdad, los derechos y libertades sociales. Una región con un interés
extraordinariamente creciente por situarse como referencia en el “mapamundi” de
las competiciones, inversamente proporcional a sus condiciones climáticas para
la práctica deportiva, a su capacidad de organización y a su conocimiento del
deporte a nivel profesional. Los resultados demuestran que esta designación fue
una completa irresponsabilidad.
Lo que hemos podido ver en los
medios ha sido bastante desolador para el deporte en general y para el
atletismo en particular. Un fracaso de mundial: pobre asistencia a los
estadios, gradas semivacías ocupadas por espectadores instados a asistir, carentes
de tradición, conocimiento, pasión e intensidad por las competiciones que se
desarrollaban en pista. Apatía, pasotismo y falta de implicación emocional con
los deportistas. Atletas intimidadas e incómodas por la extrema desigualdad y
el machismo desmedido incluso en plena competición. Inmadurez en la gestión de
las instalaciones, acreditaciones y zonas comunes con los atletas y sus
equipos. Programación y horarios deficientes, audiencias desinfladas, carreras
en condiciones esperpénticas de calor y humedad, frío incomprensible en el
acondicionado estadio principal. Son riesgos innecesarios los que se han
corrido a nivel humano y sanitario, social y económico, a nivel
reputacional y de impacto mediático. Empeñarse en ir contra natura no suele ser
recomendable, y el atletismo ha pagado cara una decisión tan cuestionable como
peligrosa por parte de sus máximos dirigentes.
Y es un aviso a navegantes porque
esto no ha hecho más que comenzar (al fondo se vislumbra el mundial de fútbol
en Qatar 2022). Corremos el riesgo de que si no se
protegen y se aseguran las mejores condiciones y entornos para el desarrollo de
la alta competición, ciertos eventos y/o entidades deportivas corren el riesgo
de diluirse y perder su impacto, identidad, fuerza, su senda de crecimiento
global y la sana afición que les acompaña y les nutre constantemente. Que se lo
digan si no estos días a los seguidores futboleros del Málaga, Valencia o
Almería, por ejemplo, o en su día al Getafe y al Racing de Santander, donde los
magnates no acaban de entender el concepto de economía y deporte global en el
contexto de idiosincrasias y culturas locales. Poniendo en riesgo el equilibrio
financiero de competiciones y clubes en todo el mundo por los caprichos
egoístas y el maltrato de sus juguetes deportivos, gestionados fríamente como
si fuesen un oleoducto o gasoducto cualquiera.
El deporte, como cualquier otro
negocio, con sus intangibles añadidos de salud y emoción, debe proteger sus
activos principales a toda costa: valores, deportistas, instituciones,
normativa y competiciones, y debe ser muy cauteloso a la hora de tomar ciertas
decisiones e involucrar a ciertos actores en su entramado empresarial. La inclusión
de financiadores corporativos es necesaria pero no a toda costa: debe ser
razonable, analizada y supervisada, además de formada y madurada con el tiempo
y la experiencia. El comportamiento de la financiación disruptiva emergente en
el deporte, que precipita actuaciones y decisiones sobre eventos estratégicos,
y acorta plazos buscando exprimir el elixir de una gran competición o entidad
deportiva, es un tema muy delicado que pone en riesgo la salud y la
sostenibilidad del modelo de toda la industria del deporte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario